Ya es oficial

Hace tres meses, el American Petroleum Institute denunció ante el gabinete de su gobierno que, en México, los inversionistas estadounidenses en el mercado de petrolíferos estaban enfrentando “crecientes dificultades para obtener permisos”, en actividades que van desde construir gasolineras, plantas de almacenamiento y terminales hasta importar combustibles. “Son acciones de discriminación en contra de compañías miembro de API que probablemente contravienen los compromisos de México al Trato Nacional de protección de inversiones, en los capítulos de inversión tanto del TLCAN como del T-MEC”, explicó. “Estos ejemplos también contravienen los compromisos de México a un Trato no Discriminatorio en el capítulo del T-MEC sobre Empresas Propiedad del Estado y Monopolios Designados, en lo que se refiere a… Pemex”.

Por rebuscado que suene, este último argumento —como se define en el capítulo 22 del T-MEC que el propio gobierno del presidente López Obrador firmó— es relativamente simple. El gobierno mexicano tiene derecho de ser dueño de empresas como Pemex y CFE. También tiene derecho de designarlas monopolios y establecer su alcance. Pero debe garantizar que ni Pemex ni la CFE utilicen “su posición monopólica, incluso a través de sus transacciones con su matriz, subsidiarias u otras entidades propiedad de la Parte o del monopolio designado, para incurrir en prácticas anticompetitivas en un mercado no monopolizado en su territorio que afecten negativamente el comercio o la inversión entre las Partes.”

Quizás lo que le faltaba al argumento del API era evidencia causal contundente. La parálisis regulatoria selectiva en el sector energético, exclusiva para privados –que por cierto también abarca el plano eléctrico, como diversos reportajes e inclusive juicios de amparo documentan— era ampliamente conocida: aquí hay docenas de proyectos, miles de millones de dólares de inversión detenidos. Pero no había datos para generalizarla a rajatabla. Ni para vincularla, más que de forma anecdótica e indirecta, con las pretensiones monopólicas de las ‘empresas productivas del Estado’. Los reguladores no son tontos. ¿Qué clase de funcionario justificaría el rechazo regulatorio de algún proyecto privado citando el afán del gobierno de fortalecer a Pemex? ¿Qué clase de servidor público daría instrucciones explícitamente anticompetitivas? ¿Hay alguna necesidad de oficializar un acuerdo tácito que generaba tensión, pero por ser informal era administrable?

Esta es la línea que, de acuerdo con los reportes mediáticos disponibles, se cruzó ayer 23 de septiembre, en Palacio Nacional. Cuando el jefe del poder ejecutivo federal acordó con los reguladores que “en general no se entregará ni un solo permiso más para el sector privado”, como el reportaje de Diana Gante y Karla Omaña narra en el periódico Reforma, lo de menos es que no se haya propuesto un cambio constitucional. Tampoco es que haya un cambio sustantivo de fondo.

Quizás sea sólo un giro de forma. Pero el simple discurso, con sus protagonistas, contexto y claridad, hace imposible para cualquier empresa seguir creyendo que los problemas de discriminación que enfrentan se van a solucionar entrando a una lista de proyectos estratégicos. ¿Qué parte de “ni un solo permiso para el sector privado” no se entendió? El simple discurso también actualiza varios supuestos jurídicos que, por su responsabilidad fiduciaria, varios ejecutivos tendrán que explorar. Si construiste infraestructura para servir a clientes que ya no tendrán los permisos necesarios para poder usarla, ¿te quedan muchas alternativas comerciales? Si la falta de permisos que una compañía asumió razonablemente que se otorgarían genera daños materiales, ¿aún hay opciones más allá de buscar un remedio invocando la ley individual o colectivamente?

Fuente : https://www.eleconomista.com.mx/amp/opinion/Ya-es-oficial-20200924-0010.html?__twitter_impression=true



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